“Lo siento, no puedo escucharte”: los entornos incapacitantes del Corredor del Cáncer y el valle del río Ohio
Las reivindicaciones de justicia medioambiental de las comunidades asoladas por la extracción de petróleo y la industria petroquímica suelen caer en oídos sordos.
El suave murmullo del motor de un autobús turístico acompaña el constante zumbido de los insectos.
El aire acondicionado, encendido en su máxima potencia, circula al interior del vehículo, protegiéndonos del verano fangoso de Luisiana. Sharon Lavigne está parada en el centro, micrófono en mano. Se agacha un poco y se agarra del reposacabezas de un asiento de cuero negro, mientras se asoma por las ventanas tintadas. Los tanques blancos de almacenamiento de petróleo contrastan con el césped verde y las casas de ladrillos rojos. Un hombre poda su jardín, su bebé rueda por la acera en uno de esos carritos para niños llamados Cozy Coupe.
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Doña Lavigne comparte fragmentos de las dolencias que padecen los habitantes de la parroquia de St. James, un cúmulo fragmentado de hogares, campos alargados e infraestructura petroquímica. Señala a una casa, “él murió por culpa de un cáncer rarísimo el año pasado”; señala otra, “su hija decidió irse después de enfermar gravemente”.
Los susurros llenan la cabina del bus, amortiguados por máscaras desechables. No sólo me cuesta oír, sino comprender las innumerables formas en que esta comunidad predominantemente afroamericana ha quedado discapacitada, despojada de todo su potencial por la industria petroquímica.
Oír, ver y estar en el mundo siempre ha sido algo diferente para mí. Muy pequeño, los médicos me diagnosticaron con hipoacusia unilateral (SSD por su sigla en inglés), o pérdida auditiva unilateral, lo que significa que no puedo escuchar nada con mi oído derecho. Vivir con una discapacidad auditiva me ha dotado de una mayor conciencia espacial, lo que me permite una comprensión más introspectiva de las complejidades del entorno.
Creo que analizar las injusticias medioambientales a través del lente de la discapacidad puede ayudarnos a comprender mejor a las comunidades que las sufren– a entender cómo los seres humanos somos inseparables de nuestro entorno, y cómo la sensación de aislamiento en contextos que ignoran mi discapacidad reflejan la forma en la que los reclamos de estas comunidades caen en oídos sordos. Entender las discapacidades nos fuerzan a volcar la mirada sobre quienes son excluidos, las barreras que perpetúan esa exclusión y las ideas preconcebidas que tenemos sobre las interacciones entre la gente y los lugares que habitan. Creo que las mismas preguntas pueden hacerse para entender mejor las vidas de las comunidades afectadas por la injusticia medioambiental creada por la industria del gas y el petróleo.
Si bien son distantes geográficamente, el Corredor del Cáncer, donde está ubicada la parroquia de St. James, y el valle del río Ohio, donde he pasado la mayor parte de mi carrera como geógrafo, comparten retos. Ambos han sido vistos como “zonas de sacrificio” para la extracción de petróleo, y, en muchos sentidos, han terminado incapacitados. También han sido marginados socialmente por el conjunto de Estados Unidos, tachados de espacios rurales, atrasados y aparentemente desocupados que no vale la pena “salvar”. Esta realidad me recuerda las formas en las que atender las necesidades de las personas con discapacidades es considerado una “carga” que no vale la pena atender como sociedad.
Y, aun así, tanto las personas con discapacidades como estas dos regiones siguen existiendo, perseverando y luchando en contra de la injusticia. Al igual que sucede con mi deficiencia auditiva, el hecho de que alguien – o toda una comunidad o región – tenga una discapacidad (o se suponga que la tiene) no significa que no tenga capacidades.
Un contexto que incapacita
Crecer con una discapacidad no es poca cosa. Tenía problemas para localizar los sonidos, constantemente sentía un pitido sordo y no podía llevar prótesis auditivas tradicionales. Mis compañeros me ridiculizaban, burlándose de mi incapacidad de oír adecuadamente en mi lado derecho. A veces me sentía derrotado, incapaz de afrontar la posibilidad debilitante de ser etiquetado como “diferente”. Aun así, con el tiempo y a medida que me hice adulto, he aprendido a aceptar y entender mi discapacidad auditiva, pues me ha convertido en la persona que soy.
Al vivir con hipoacusia unilateral, ocupo un espacio intermedio. En algunas ocasiones soy considerado discapacitado, mientras que en otras puedo no parecerlo a simple vista. Esta percepción de la discapacidad – tanto de la mía como la de otros– cambia en el tiempo y el espacio. Los entornos que ocupamos también pueden ser un espacio intermedio en el que factores que no controlamos modifican la forma en la que actuamos y existimos en el mundo. Suelo pensar en las comunidades del Corredor del Cáncer como ocupantes de un espacio intermedio, pues son vistos como una “zona de sacrificio” pero al mismo tiempo son capaces de luchar por el progreso real. Personas como Sharon Lavigne encarnan la lucha de la comunidad entre el daño infligido y los avances hacia la justicia.
En marzo, su organización, Rise St. James, junto a otros grupos activistas ambientales, hicieron una petición ante la Corte Suprema de Luisiana para que revise y revoque los permisos de emisiones aéreos que permiten la construcción de la planta de producción de plásticos de Formosa. Además, Rise St. James ha pedido urgentemente al Presidente Biden que impida que Formosa construya su mega instalación petroquímica en St. James, iniciativa que ha ganado adeptos en la Casa Blanca.
En esa visita en bus, me acerqué a doña Lavigne para poder entender bien sus palabras. Ella es la líder de Rise St. James, una congregación religiosa comunitaria que trabaja para detener la proliferación de las industrias petroquímicas en la parroquia. Vistiendo su camiseta con el logo de Rise St. James, Ms. Lavigne habló largo y tendido sobre la historia del poblado. Empezando en la década de los ochentas, las operaciones de combustibles fósiles, refinerías y producción de plásticos han proliferado a lo largo del tramo de 85 millas (unos 137 kilómetros) del río Mississippi, entre Nueva Orleans y Baton Rouge, atravesando la parroquia. Estas instalaciones emiten grandes cantidades de contaminantes del aire y otros tóxicos, lo que ha causado una gran incidencia de cánceres raros, enfermedades respiratorias, asma y otras condiciones de salud graves. Hoy, la zona es conocida como el Corredor del Cáncer.
Complejo de fabricación de Shell Norco a las afueras de Nueva Orleans, Luisiana.
Crédito: Brandon Rothrock
Un hombre corta el césped fuera de su casa en St. James Parish, Luisiana.
Crédito: Brandon Rothrock
A pesar de las evidentes injusticias que esta comunidad sufre, los gobernantes de Luisiana siguen minimizando las preocupaciones medioambientales y de salud que Rise St. James ha señalado. El ejemplo más reciente es su apoyo a la propuesta de un complejo petroquímico de $9.4 mil millones de dólares llamado el Proyecto Sunshine, anunciado por Formosa Petrochemical Corporation. La planta propuesta incluiría 14 instalaciones en las que se procesaría etanol proveniente del gas natural producto de la fracturación hidráulica (más conocida como fracking) para producir varios químicos usados en materiales como los plásticos de un solo uso y sustancias anticongelantes. En el nombre del progreso, la comunidad afroamericana está siendo forzada a existir en un ambiente discapacitante: un contexto que la vuelve incapaz de respirar aire limpio y vivir una vida larga y sana. Esta situación en Luisiana refleja un problema más amplio.
El gas natural producto de fracking –el tipo de gas que el Proyecto Sunshine procesaría– es en sí mismo un ejemplo de cómo esta industria incapacita a las comunidades. El valle del río Ohio es paradigmático. Durante siglos, las comunidades de Pennsylvania, Ohio y Virginia del Este, primero con el carbón y ahora con el gas natural, han sido dominadas por la producción de combustibles fósiles. En las últimas dos décadas, la región, que se sitúa sobre la formación de gas más grande de los Estados Unidos, se ha convertido en el epicentro de la industria nacional del fracking. La inyección de sustancias químicas en el subsuelo para fracturar los yacimientos de lutita y liberar el gas almacenado en ellos emite gases que contribuyen al cambio climático, como el metano, y sustancias tóxicas al aire, como el material particulado, que están relacionadas con problemas respiratorios y otras afecciones como problemas cutáneos y cáncer. El fracking también contamina las reservas subterráneas de agua con sustancias químicas cancerígenas como los PFAS, también conocidos como “sustancias químicas eternas”.
El fracking fractura a las comunidades. El paisaje físico queda alterado para siempre, mientras la gente se enfrenta a un sentimiento de comunidad destrozado, propiedades dañadas y altos índices de depresión. Aquí también podemos ver cómo se roba a la comunidad de sus habilidades y su agencia. Tales actos extractivos pueden considerarse incapacitantes, en el sentido de que una vez que las comunidades pierden su capacidad de existir y de tomar decisiones libremente, la industria podrá extraer cada vez más. Parecido a lo que Rise St. James hace en Luisiana, grupos como el Ohio River Valley Institute trabajan con las comunidades para luchar contra la injusticia.
Luchar contra la injusticia
En la universidad a menudo me encuentro en aprietos en grandes aulas donde la acústica es deficiente y la voz del profesor se ahoga en el espacio. También se me escapan partes importantes de las clases por falta de subtítulos o de ayudas visuales como diapositivas impresas. A mis amigos con discapacidades visuales les pasa algo similar al encontrarse con páginas web mal diseñadas que pueden hacer que acceder a los materiales de la clase sea una tarea imposible. Todo esto crea un entorno hostil para que las personas con discapacidades prosperemos, al igual que las comunidades se enfrentan a un entorno inclemente que les impide desarrollar todo su potencial.
Me temo que este contexto incapacitante no hará sino arraigarse en ambas regiones. A medida que el fracking crece en la región de los Apalaches, así lo hace la industria petroquímica: al menos 61 instalaciones están en construcción o ya entraron a operar en el valle del río Ohio. El panorama para las comunidades del Corredor del Cáncer no es mucho mejor: en 2015, el Environmental Integrity Project documentó que ya han sido propuestos o aprobados 44 proyectos de expansión y construcción petroquímica, la mayoría de ellos ubicados en Luisiana. Por si fuera poco, el Departamento de Energía de los Estados Unidos seleccionó a ambas regiones como dos de los siete Centros Regionales de Hidrógeno Limpio que constituirán una red nacional de productores de hidrógeno “limpio”. Promovidos por los políticos como un avance hacia la independencia energética, estos centros regionales de hidrógeno llenarán el paisaje de oleoductos, estaciones de servicio e instalaciones de almacenamiento de carbono, comprometiendo a las regiones a una mayor producción de plástico y a la construcción de infraestructuras energéticas durante las próximas décadas.
Me preocupa que estas construcciones hundan aún más a las comunidades desfavorecidas en un ciclo de destrucción. La retórica de las “zonas de sacrificio” o el “atraso” y otros términos similares utilizados para describir los Apalaches y el Corredor del Cáncer están profundamente arraigados en la psique nacional, perpetuando los estereotipos sobre las personas que viven en ellos. Pero tras haber estado allí, creo que es necesario re-encuadrar a estas comunidades.
Mi visita a la parroquia St. James me reveló algo profundo: la belleza, singularidad y resiliencia de estas comunidades. En ese recorrido en bus con Sharon Lavigne, vi a niños y niñas jugar alegremente con el telón de fondo de imponentes complejos industriales. Al parar y comer el almuerzo en un centro comunitario, vi a los miembros de la comunidad reír y conversar sobre su día, organizándose por un futuro mejor. Las palabras de doña Lavigne –y todos los demás– resonaron profundamente, pues hablan de su batalla contra la injusticia y su determinación de pelear por lo correcto. Su dedicación y la solidaridad de la comunidad a pesar de las adversidades ilustran su fuerza extraordinaria.
Las comunidades que sufren injusticias ambientales merecen un futuro en el que su resiliencia no sea puesta a prueba por la contaminación, sino celebrada y apoyada por prácticas justas y equitativas. Como futuros líderes y educadores, es nuestra responsabilidad comprender mejor cómo las prácticas extractivas pueden incapacitar a las comunidades y, en cambio, fomentar entornos que las hagan sentir capaces y fuertes.
Este ensayo ha sido elaborado gracias a la beca Agents of Change in Environmental Justice. Agents of Change capacita a líderes emergentes de entornos históricamente excluidos de la ciencia y el mundo académico que reimaginan soluciones para un planeta justo y saludable.